No todo es vino

 

Hace unos días participé en una emisión radiofónica en la que, a raíz de un estudio realizado por la Universidad Heriot Watt de Edimburgo, dirigido por el profesor Adrian North, éste confirmaba, científicamente, que la música afecta la percepción de otros sentidos y puede cambiar el sabor que sentimos del vino, según el tipo de sonidos que escuchemos en ese momento.

La investigación establece, además, que hay una música indicada para disfrutar mejor cada vino puesto que existen unas afinidades armónicas que comparan la riqueza aromática de un vino con la riqueza tímbrica y armónica de un conjunto musical o de una determinada composición; los aromas que se desprenden de un vino se corresponderían con la línea horizontal, melódica, de una composición mientras que la línea vertical, armónica, la disfrutaríamos con el suave paso por la boca de determinado vino aunando en un juego sensorial ambas experiencias.

La atenta escucha de una composición musical puede interesarnos bien por los sonidos que percibimos de forma que no son rechazados por nuestro oído o por la disonancia que nos lleva a advertir un cierto grado de tensión que aun siendo armónicamente incomprensible no resulta hiriente en su escucha.

Tales armonías pudieran ser trasladadas al mundo de vino. Así  , en el placer de catar o degustar  interviene  la inteligente composición (elaboración) de un vino en el que se conciertan la variedad utilizada, la altura madurativa del grano de uva en el racimo antes de la vendimia, el tono macerativo que origina el color del vino y la posterior digresión o desarrollo del tema (variedad) en la crianza; todo ello hace que la música tenga su reflejo en las sensaciones que podemos advertir al saborear un vino, independientemente de la variedad con la que esté elaborado.

Hagamos la prueba, apartad la vista del ordenador, abrid el siguiente archivo: Joyce Didonato: “Lasciami piangere” de la ópera Fredegunda (1715), original de Reinhard Keiser.

Una voz delicada, en cierta manera doliente, melancólica que induce a la quietud; un vino tranquilo, sin aristas, suave en la boca, envolvente, goloso, probemos con un Merlot: Abundante, suave, rico, con toques de frutos secos y chocolate.

 Otro ejemplo:

Nace el Jazz desde una perspectiva absolutamente diferente al que estamos acostumbrados: ensayad con un buen brut nature, chispeante, divertido, contumaz hasta el perpetuum mobile…

No hemos dejado de hacer referencia tanto a la melodía como a la armonía, sustratos que unen bajo un fino hilo los mundos de la música y el vino, pero existe otro elemento fundamental que sin él no podría hablarse de música: el contrapunto, es decir la relación existente entre dos y más voces que son independientes en ritmo y armonía. ¿Qué sugiere un vino? ¿Qué voces coexisten en él? ¿Cuáles son las experiencias sensoriales que aparecen al observar y, seguidamente, degustar un vino? Dejaros llevar: Johan Sebastian Bach, Variaciones Golberg-Aria. Al piano Daniel Baremboim.

La voz exquisita más cercana al silencio y para acompañarla un Pinot Noir, elegante, delicado, preciso, voluble, acaricia…

Estos tres ejemplos pueden llevarnos a una extraña paradoja aquella por la cual podemos definir el vino como música líquida; en ambos mundos ha de reinar la armonía como fuente de placer que existe en el tiempo, mientras se degusta o mientras se escucha.

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